Por Xavier Villar
Ocurrida cerca del estratégico estrecho de Ormuz, un corredor clave para el transporte energético global, el suceso no solo ha sacudido a la sociedad iraní en términos humanitarios, sino que ha revelado, una vez más, los mecanismos mediante los cuales se construye la legitimidad del sufrimiento en el espacio mediático internacional.
Apenas horas después de la explosión, los grandes medios internacionales y ciertos comentaristas occidentales comenzaron a especular sobre las causas del incidente, en algunos casos con insinuaciones irónicas o condescendientes. Frente a tragedias similares en otras latitudes, el enfoque hubiera sido bien distinto: una cobertura sobria, centrada en la dimensión humana, acompañada de gestos diplomáticos y solidaridad institucional. En el caso iraní, en cambio, lo que predomina es lo que la teórica Jasbir Puar ha descrito como un “deseo necropolítico”, en el que la vida de ciertos cuerpos —los no occidentales, racializados, geopolíticamente adversarios— es representada como menos digna de ser llorada, como una pérdida tolerable, incluso predecible.
Este tratamiento diferencial no es accidental. Se inscribe dentro de un marco colonial de representación en el que el cuerpo iraní, como el cuerpo palestino o el iraquí, es conceptualizado no solo como prescindible, sino también como sospechoso. Las víctimas del puerto Shahid Rayai no fueron construidas discursivamente como ciudadanos o trabajadores, sino como extensiones de una entidad estatal “enemiga”, en cuyo malestar parece insinuarse una especie de justicia poética.
La ironía de ciertos analistas, algunos de ellos vinculados a think tanks militares o medios como Iran International, ante la tragedia puede entenderse, siguiendo a Puar, como parte de una lógica de "capacitación de la muerte": una forma de violencia que no se manifiesta exclusivamente en el acto físico de matar, sino en la forma en que se permite que algunos cuerpos mueran sin duelo, sin memoria, sin reconocimiento. En ese sentido, el silencio institucional occidental ante la tragedia contrasta con la rápida respuesta de la sociedad iraní: artistas, académicos, atletas y ciudadanos comunes expresaron su solidaridad con las víctimas, reconstruyendo un lazo social ante la descomposición discursiva global.
En este contexto, también cabe prestar atención a la dimensión geopolítica de la catástrofe. Irán se encuentra sometido a una prolongada campaña de presión económica, sabotajes industriales encubiertos y aislamiento diplomático. La idea de que esta explosión podría formar parte de una estrategia de desestabilización no ha sido descartada por diversas voces dentro y fuera del país, aunque aún no existen pruebas concluyentes. Pero incluso sin evidencia directa, lo importante es observar cómo la sospecha misma forma parte de un sistema de discurso donde Irán aparece como permanentemente culpable, incluso cuando sufre.
El puerto Shahid Rayai es, además, un enclave estratégico, no solo para Irán, sino para todo el comercio internacional. Su proximidad al estrecho de Ormuz lo convierte en un objetivo simbólico y logístico de primer orden. En este sentido, el incidente afecta no solo a la población local, sino a la infraestructura regional en su conjunto. Sin embargo, los marcos interpretativos dominantes siguen reduciendo el dolor iraní a un apéndice del conflicto, a un dato periférico de una geopolítica que rara vez concede centralidad a la vida cotidiana de los pueblos que la sufren.
La omisión —consciente o no— de empatía también tiene un efecto interno. Las voces opositoras que, desde el exilio o desde medios extranjeros, se alegraron abiertamente por la tragedia no solo demostraron una alarmante indiferencia ética, sino que contribuyeron a reforzar una narrativa según la cual el bienestar del país es secundario frente al proyecto político propio. En algunos casos, como en los canales de televisión monárquicos o en ciertas plataformas financiadas por potencias extranjeras, la explosión fue tratada con sarcasmo o instrumentalizada como prueba de la supuesta inestabilidad estructural del Estado iraní.
Otra de esas voces que salieron a hacer “humor” con la tragedia fue el actual editor para Oriente Medio de la revista The Economist, Greg Carlstrom, quien publicó en la red X el siguiente comentario: “Parece que los responsables del puerto de Beirut han encontrado un nuevo trabajo”. Carlstrom hacía referencia a la tragedia ocurrida en el puerto de Beirut el 4 de agosto de 2020, que destruyó grandes áreas de la capital libanesa, matando a más de 220 personas e hiriendo al menos a 6.500 más. Fue una de las tragedias más devastadoras en la historia reciente de Líbano. Sin embargo, el uso de Carlstrom de este evento como "humor" en relación con la explosión en el puerto Shahid Rajaei de Irán refleja, no solo una falta de sensibilidad, sino también la prevalencia de una postura que deshumaniza las víctimas cuando provienen de contextos políticos o geográficos considerados "enemigos".
La tragedia en el puerto de Shahid Rayai, como la de Beirut, en su dimensión política y humana, se convierte en un claro ejemplo de cómo la muerte de ciertos cuerpos —los racializados, los no occidentales, los considerados adversarios geopolíticos— está desprovista de valor y humanidad a los ojos de muchos medios internacionales y comentaristas, como es el caso de Carlstrom. Su comentario, despectivo y deshumanizante, refleja una actitud que, lejos de reconocer el sufrimiento humano, opta por trivializarlo, marcando una clara distinción entre las vidas consideradas "dignas" de compasión y las que son vistas como sacrificables o, peor aún, como parte del juego geopolítico. Este tipo de comentarios no solo perpetúa un sesgo racial y político, sino que también normaliza la indiferencia ante las tragedias que ocurren fuera del marco occidental. En lugar de promover un discurso de solidaridad y humanidad, se favorece la deshumanización, donde el sufrimiento de unos se presenta como inevitable, incluso justo, cuando proviene de aquellos considerados enemigos o actores no alineados con los intereses globales dominantes.
El comentario de Greeg Carlstrom no es satírico, ni siquiera humorístico. O quizás es lo que se podría llamar "humor hegemónico", una forma de humor que no busca desmantelar las estructuras de poder, sino perpetuarlas. Este tipo de humor se ejerce desde arriba hacia abajo, riéndose de los cuerpos racializados, que se presentan como objetos de burla más que de empatía. Lo que Carlstrom no reconoce, o ignora deliberadamente, es que en este tipo de "humor" subyace una visión colonial profundamente arraigada: la idea de que los cuerpos no-blancos, los cuerpos de los otros, no tienen derecho ni a la muerte. Esta deshumanización es tan insidiosa que ni siquiera se les otorga la dignidad de un duelo o un reconocimiento, pues están construidos políticamente como desechables, como cuerpos que no merecen ni la piedad ni la memoria. Así, el comentario de Carlstrom no solo trivializa la tragedia, sino que refuerza una estructura global de poder en la que el sufrimiento de los pueblos del Sur global es desestimado, tratado como algo incidental o incluso inevitable, sin valor alguno.
Lo que está en juego en este tipo de comentarios es, en última instancia, la capacidad de reconocer la humanidad de los pueblos que sufren bajo las estructuras geopolíticas dominantes. El silencio de la comunidad internacional, el desdén por la tragedia en Irán y la deshumanización inherente a los comentarios de figuras como Carlstrom, están todos entrelazados en un patrón más amplio de indiferencia hacia las vidas de aquellos que se encuentran fuera del marco occidental. En este contexto, la tragedia en el puerto Shahid Rayai debe ser vista no solo como una catástrofe local, sino como una manifestación de las dinámicas globales de poder que configuran las vidas, los sufrimientos y las muertes de millones de personas en el mundo no occidental.
El sufrimiento iraní, al igual que el de otros pueblos del Sur global, sigue siendo objeto de una doble moral: una moral que otorga valor y dignidad a las vidas de los occidentales y otra que, en el caso de los pueblos racializados y geopolíticamente ajenos a los intereses globales dominantes, ve la muerte y el sufrimiento como algo predecible, incluso necesario. La tragedia del puerto Shahid Rayai no es solo un dolor irreparable para las víctimas y sus familias, sino un recordatorio de las profundas injusticias estructurales que siguen definiendo las relaciones internacionales, donde la humanidad de ciertos cuerpos sigue siendo una cuestión subordinada a los intereses políticos y geoestratégicos.
El silencio de muchos medios internacionales, sumado a la actitud despectiva de ciertos comentaristas, subraya cómo la política global sigue siendo un espacio donde la vida y la muerte de los cuerpos racializados son tratadas con indiferencia, cuando no con descaro. En este sentido, la tragedia en Irán y los comentarios que han acompañado a este suceso nos invitan a cuestionar las lógicas de representación y las estructuras de poder que continúan deshumanizando a los pueblos fuera del centro global.